El tiempo y la muerte, figuritas repetidas

El tiempo y la muerte, figuritas repetidas

Se dice que los escritores no dejan de escribir siempre la misma historia. Que no pueden más que (d)escribir sus obsesiones. De allí la deducción de que son los temas los que los eligen y no al revés. Pero ¿no sucede esto mismo con la lectura y con los lectores? ¿no sienten, lectores, que acceden siempre a un mismo texto que los autores disfrazan con sus tramas y palabras?, ¿qué no pueden escapar de la realidad unívoca de sus temas como lectores?

Es claro, bastante claro que la literatura afila sutilmente el escalpelo del lector de ficción, quien descubre que le hablan indirectamente de otra cosa bajo la superficie de lo que está diciendo el texto. Hay un giro que proviene del campo de la economía y que me gusta aplicar acá: el lector hipoteca en cuotas su vida imaginaria; son las lecturas las que le van devolviendo (con plusvalía) la trama identitaria del hogar que construye como la filigrana de un tapiz donde cada habitación, objeto, decorado se reúnen sin conflicto para establecer el “estilo” lector de cada quién.

Tomaré tres cuentos. Paso fugazmente por los argumentos. Uno es “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”, de Edgar Allan Poe. Trata sobre la posibilidad tan estética como terrorífica de lograr saber qué hay luego de la muerte. Poe abreva en avances científicos y superchería, como la hipnosis y las posibilidades de la suspensión de la conciencia para obtener información del “más allá”. Pero lo que yo leí es otra cosa, que no adelantaré.

El segundo cuento es de nuestro Adolfo Bioy Casares. Un cuentazo titulado “El perjurio de la nieve”. El argumento –donde el autor lleva al límite recursos metaliterarios- es de una sensibilidad irresistible: ¿cómo mantener con vida al ser amado del que se sabe -según la misma ciencia- tiene los días contados? ¿Cómo conjurar la muerte? Pero lo que yo leo es también otra cosa -evidente hasta cierto punto desde la primera línea del cuento- “La realidad (como las grandes ciudades) se ha extendido y se ha ramificado en los últimos años. Esto ha influido en el Tiempo: el pasado se aleja con inexorable rapidez”.

Accedemos a una trama compleja y bifurcada, ya que hay de policial, de fantástico, de humorada. Así como en el cuento de Poe, donde hallamos un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte para realizar el experimento hipnótico, aquí tenemos otro experimento, en el redentor truco del padre de Lucía Vermehren, quien desea detener el tiempo para frenar la muerte de su hija. El señor Valdemar vive en ese estado inerme casi siete meses más, pero cuando deciden despertarlo no transita el proceso mortuorio, sino que se deshace en manos del narrador.

Dos frases del cuento de Bioy Casares traen ecos del cuento de Poe. “Esta muchacha -murmuró como buscando la expresión- esta muchacha estuvo en el infierno” (notemos la similitud con Valdemar tras volver “del otro lado” de la vida); “Yo examiné a la señorita Vermehren un año y medio antes de la fecha en que dicen que murió. No podía vivir más de tres meses”. Luis Vermehren, en la estancia La Adela “decidió imponer a todos una vida escrupulosamente repetida, para que en su casa no pasara el tiempo”. ¿Es erróneo pensar que el narrador de Poe busca lo mismo hipnotizando a Valdemar? Hacia el final encontramos: “Tal vez Lucía Vermehren haya recibido a (…) como el ángel de la muerte que la salvaría, por fin, de esa laboriosa inmortalidad impuesta por su padre”. (Omití el nombre anterior para los lectores que aún no hayan accedido al relato; les dije que tiene de policial).

Finalmente, el tercer texto pertenece a Luciano Lamberti, y se titula “El tío Gabriel”. Aquí hallo otro espiral de inmortalidad: qué sucede con la persona que -sin saberlo- no puede morir. Y no sólo eso; qué hacen quienes deben convivir -siendo mortales- con un familiar que entienden que no morirá nunca más una vez que despierta en su velatorio. En este relato presenciamos la falta de información para con el narrador acerca de lo sucedido, que es un niño. “Nadie dijo nada sobre el tema”, leemos, cuando los padres suben al tío Gabriel a una piecita; he aquí el exacto eco inverso de la relación con todo lo que Luis Vermehren prepara para que Lucía no muera, la reiteración exacta de conductas para mantenerla en permanente inmortalidad. Pero al niño lambertiano lo instarán a subir para visitar al muerto, lo que echará por tierra la supervivencia del tío cuando le pregunte “Gabi, ¿cómo es estar muerto?”, algo que copia las palabras que decía Valdemar en el trance hipnótico, estando sin vida, ya que “la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra”. Lo que las palabras del niño hacen es iniciar la desintegración del tío, a quien los padres deciden esconder y separar de la familia por el olor putrefacto que invade la casa. No lo matan, porque no puede morir; sólo lo alejan.

En los tres relatos hay elecciones temáticas, modos de narrar, inclinaciones genéricas. Pero el tema que leo en ellos es el del tiempo, la infalibilidad de su certera incertidumbre para los seres humanos. El “El perjurio de la nieve” es el hilo suspendido a través del cual aparece la vida. No es casualidad que el personaje del poeta Carlos Oribe busque imitar al romántico Percy B. Shelley, quien supo escribir en “Prometeo liberado” versos como éstos: “La estación llegó ya, y el día: esta es la hora;/ has de venirte cuando sale el sol, dulce hermana:/ ¡llega, al fin, deseada tanto tiempo, y remisa!/ ¡Qué lentos, cual gusanos de muerte los instantes!”. En el cuento de Poe está disfrazado de hipnotismo. Finalmente, el cuento de Lamberti trata el costado oscuro de la inmortalidad, pero más ácidamente todavía la idea de que el paso del tiempo corroe hasta los sentimientos más hondos hacia las personas que queremos, cuando el hedor mortuorio perfuma nuestro hogar.

Los tres son figurita repetida en mi lectura. La lectura de literatura es ese rodeo eficaz para nadar cada vez -deleitante y asombrosamente- aunque lleguemos siempre a la misma isla.

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