José de San Martín vivió 72 años, entre 1778 y 1850. Sin embargo, la suya no fue una vida lineal, monocorde, sino todo lo contrario. Bien podría decirse que tuvo tres vidas en una si se toman en cuenta otras tantas etapas claramente diferenciadas, con roles disímiles y escenarios cambiantes en cada una de ellas. Aunque el protagonista es siempre el mismo, en esos tres momentos de su vida asoman perfiles dispares de su personalidad, dignos de ser descubiertos.
El período más intenso de la vida de San Martín transcurrió entre 1812 y 1822, cuando ocupó la centralidad de esa hora en que se jugaba la suerte de la independencia americana y llevó a cabo las hazañas que lo inmortalizaron. Es el capítulo más conocido de su legajo, exhaustivamente abordado en manuales escolares y la abundante bibliografía de todo género que recogen las peripecias de ese tiempo histórico fundacional. Una década que media entre dos decisiones íntimas y trascendentales que cambiaron su destino: la de regresar a su tierra natal y la de retirarse de escena para emprender un largo exilio, ambas adoptadas con plena conciencia. Dos puntos de inflexión en el expediente sanmartiniano que siguen dando pie al devaneo intelectual de historiadores y analistas.
Regresó a su patria en 1812, con 34 años cumplidos. Atrás quedaban los seis años de su primera infancia transcurridos entre Yapeyú y Buenos Aires y los ulteriores 28 años en España, donde labró su formación militar y ganó preseas y reconocimiento por su desempeño en los campos de batalla. Ingresó con apenas once años al ejército real y participó de cinco guerras al menos; la postrera, contra la Francia de Napoleón Bonaparte. Cuando la España borbónica había quedado reducida a la isla de León, tomó la decisión de sumarse a la causa independentista. Junto con otros camaradas que compartían igual propósito, obtuvo la baja, y pasó por Londres, donde se embarcó en la George Canning, la fragata que arribó a Buenos Aires en marzo de aquel año.La década siguiente fue a puro vértigo, sumido en una guerra de final abierto y en los avatares y volteretas de la política criolla. El punto más alto de esa etapa fue la organización del ejército más poderoso que conoció América, el cruce de los Andes y las resonantes victorias que abrieron paso a la liberación de Chile y Perú. Nada le fue fácil ni libre de complicaciones, más bien todo lo contrario: desde la desconfianza inicial, hasta la falta de apoyo que le impidió completar la misión en el Perú.
En julio de 1822 se reunió con Simón Bolívar en Guayaquil para reunir una fuerza capaz de enfrentar con éxito al enemigo que controlaba parte del territorio peruano. No pudo ser, y entonces decidió retirarse y permitir que fuera Bolívar quien concluyera la gesta americana, como efectivamente pasó. La renuncia al Protectorado del Perú fue el último acto de esa agitada segunda vida sanmartiniana, para dar paso a la tercera.
En febrero de 1824 partió a Europa con Merceditas, su única hija, cuya madre, Remedios Escalada, había fallecido pocos meses antes. La finalidad de ese viaje era doble: alejarse de las intrigas palaciegas y encaminar la educación de la niña. Aún no sabía que ese destierro libremente elegido duraría 26 años, hasta su muerte, en 1850. Esa tercera vida transcurrió en el Viejo Continente, entre Bruselas, París y Boulogne Sur Mer. Durante todo ese tiempo estuvo acompañado por Mercedes, su yerno Mariano Balcarce y las dos nietas que alegraron sus días. Y acosado por recurrentes problemas de salud.
Tras el intento fallido de retorno de 1829, abandonó la idea de regresar a su patria y de asumir responsabilidades públicas, aunque se mantuvo informado de todo lo que pasaba. Se congratuló a la distancia de la defensa de la soberanía nacional en tiempos de Juan Manuel de Rosas, mientras recibía a visitantes connotados —Juan Bautista Alberdi, Florencio Varela y Domingo Faustino Sarmiento, entre otros— quienes dejaron sus impresiones de esos encuentros. Son entrañables los recuerdos de esa última temporada recopilados por uno de sus primeros biógrafos, Benjamín Vicuña Mackenna., hasta que, según sus propias palabras, la tempestad llegó al puerto. Del final de sus días nos ocuparemos en la próxima nota. Entonces comenzó otra saga, ya no terrenal, cubierta de la gloria que no disfrutó en este mundo en el que debió soportar mezquindades, cuando no agravios e injurias.
Por fortuna, el tiempo hizo su trabajo y la memoria de José de San Martín decantó del modo más justo y virtuoso. Ocupa el lugar más alto del podio de los padres fundadores, junto a otros grandes de esa primera hora, y es uno de los pocos personajes históricos merecedores de respeto y consideración unánimes entre sus compatriotas. Y bien ganado se lo tiene.
Fuente: Esteban Dómina